domingo, 26 de agosto de 2012

Los hombres del futuro: La aulas de los olvidados


Texto por: Cesar Gaytan

Con la bruma que rodea las montañas cual espectro blanquecino, William camina por la calle con la mochila al hombro y los audífonos puestos. Atraviesa a pie el terreno pedregoso que separa las colonias Loma Linda y Sierra Blanca, para esperar a que alguien más llegue a esta escuela llamada por el anonimato.

Son las 08:00 horas en punto, y nadie más ha llegado. Más delante sabremos que como la mayoría vive a escasas cuadras —alguno apenas a la vuelta—, ésta es apenas la hora en que salen nada presurosos de sus casas.

Mientras los rayos todavía somnolientos del Sol aparecen y golpean el suelo, a los pocos minutos, como si lo hubieran acordado, aparecen en grupos las madres y padres con sus respectivos hijos, aunque algunos más llegan solos. 3, 7, 10, así hasta perder la cuenta precisa, aunque los maestros aseguran que son cerca de 240.

No hay una puerta con un barandal pulcro que los reciba, ni tampoco un edificio. Cada cual se dirige en lugar a una de las cinco casas de guinda pintadas que se ubican salteadas sobre dos de las calles, y también hacia un aula móvil que se encuentra una cuadra más arriba. Todos entran a diferente hora —depende de cuando llegue la maestra—, y si las filas para entrar impactan de lo largas, estar dentro es como asfixiarse.

¿Que cómo reciben las clases en estas casas que ni siquiera cuentan con lo necesario? Los inmuebles con tan pequeños que bastan menos de 10 pasos de una persona adulta para cruzar de la cocina al comedor y terminar en la sala. Cada una tiene dos cuartos, más chicos aún, donde uno se usa como bodega, y el otro, si es posible, para que se sienten los niños: más de 35 por grupo.

Las butacas —que han sido donadas por otras escuelas, vecinos y los mismos maestros—, se apilan una casi encima de otra, en hileras de cinco en cinco o menos. Los salones con menor población, como primero, cuarto y sexto son los más cómodos, sin embargo, aún ahí el calor sofoca apenas entrar, y para moverse es casi necesario andar en puntas.

Segundo y tercer grado reciben clases en la misma casa, que no es más amplia que las demás y cuyas paredes están graffiteadas. Sentados hasta en los rincones, al menos este día suman 56 alumnos, porque según la maestra Fátima Briseño Ramos, faltaron algunos.

Aún así, Mario sale y entra en dos ocasiones para pedir prestados pupitres al salón de cuarto. Les pide que se hagan a un lado porque sí pesan, mientras carga sobre su cabeza dos de ellos.

Uno de los principales problemas, cuenta la directora Sara Alicia de los Santos Delgadillo, es que al haber tanta demanda y tan poco espacio, no todos alcanzan a ver el pizarrón, o a escuchar bien. No así, se busca siempre que quienes tengan algún problema visual queden al frente. 

Las fallas, dice la maestra Érica Argentina Méndez, son evidentes en la falta de vidrios, chapas, agua —que los vecinos les surten con tinas y mangueras—. Lo más alarmante es, agrega con una expresión tan cruda como sincera, el uso del baño. En cada salón hay uno, tanto para niños y niñas como los docentes. Acepta que para algunos resulta incómodo, sin mencionar la cuestión sanitaria.

Aún así, aquí son pocos los que se quejan, pues aunque lo hicieran, quizá de nada serviría. El calor, los espacios reducidos, el cansancio… todo lo supera la esperanza de salir adelante, de los ojos radiantes de los infantes al abrir un nuevo, de levantar la mano y decir “presente, maestra”.